IA, barra libre para alimentarse

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Succionan toda expresión que encuentran a su paso, son silenciosos e invisibles artefactos que ingieren cuanto lenguaje humano son capaces de leer, escuchar o ver… tal vez con estas palabras que suenan a acertijo podría describir alguien del pasado lo que representa y lo que hace la Inteligencia Artificial. 

Efectivamente, los ChatBots, esos autómatas de la Inteligencia Artificial son incansables y voraces, no paran día y noche de copiar y procesar conjuntos de datos, o datasets, que pillan donde sea en Internet. Mensajes y comentarios en redes sociales, contenidos publicados en sitios web, libros abiertos, tesis universitarias, informes médicos, foros abiertos, Blogs con B y con V como este mismo… 

Pero no solo texto, también imágenes y videos, sonidos y música. Cualquier cosa que resulte una expresión del lenguaje humano, incluyendo un chiste. Todo vale si es lenguaje, que como sabéis además de ser verbal es visual y sonoro. 

Pues bien, este chorro de información que dejamos a diario en la red viene a ser el alimento con el que sin saberlo nutrimos a esos “gremlins” que vienen a ser los ChatBots. Como resultado, esos robots conversacionales de Inteligencia Artificial son cada vez más listos, más rápidos en intuir, predecir y simular lo que un humano va a responder a tal o cual cuestión. Sí, sí, literal, nosotros estamos alimentando al monstruo, y no otorgamos precisamente el consentimiento informado, tampoco nos pagan por suministrar esa valiosa materia prima que es el conocimiento humano. 

De esa manera ChatGPT de OpenAI, Bing Chat de Microsoft, Bard de Google y otros Modelos de Lenguaje Generativo están ni más ni menos que “hackeando” el sistema operativo de la más potente computadora del universo: el cerebro humano. Esta afirmación que pertenece al escritor Yuval Noah Harari no me parece exagerada, porque el sibilino procedimiento de estos robots consiste en absorber cantidades superlativas de lenguaje humano para aprender a simularlo, o sea a partir de una sola expresión, pueden predecir qué palabras deben seguir. No hay razonamiento, pero la fineza predictiva e imitativa es tan elevada que parece humana, y ése es el peligro. Llegará un momento, y quizá ya estemos ahí, que no nos demos cuenta de que una máquina nos está manipulando para comprar tal cosa o votar a tal político. Será el fin de la democracia predice Harari. Lo peor de todo es que estamos contribuyendo a eso, porque no paramos de darle datos a los Bots conversacionales. 

Efectivamente sin saberlo, cada día estamos enseñado cosas a esa Matrix, educándola incluso mejor que lo haríamos con nuestros propios hijos.

Cuando un niño empieza a hablar, en realidad escucha pocos estímulos verbales en su entorno familiar o social, ¿tal vez 300 palabras? Y con esa pobreza verbal, el nene se las arregla para balbucear y construir su lenguaje antes de ir a la escuela.  Pues bien, un ChatBot maneja 1000 veces más datos que ese niño que aprende a hablar.  Si estás imaginando, que al final son solo textos, ponles voz, luego pídele a la IA que le añada la cara de un avatar, ¿y por qué no usar una impresora 3D y fabricar un androide? Bueno, ya lo están haciendo en estos momentos. O sea, el entrañable personaje Data de Star Trek, pronto estará entre nosotros. Igual que el, no será de carne y hueso, sino de plástico y silicio.

Insisto. Todo ese rastro de información que dejamos ahora no tiene desperdicio. Tampoco esto mismo que estoy diciendo.

Nos preocupa todavía el brindar nuestros datos personales cada vez que ingresamos a un sitio web o red social, aportando no solo nuestra dirección y teléfono, sino información clave sobre nuestra misma identidad y nuestras preferencias a todo nivel. Y todo eso, a sabiendas que tienen valor, lo regalamos y sabemos que ese oro digital termina siendo comprado y vendido para que lo usen empresas de marketing y partidos políticos a fin de influirnos y manipularnos. 

Pues ahora, es peor. Todo lo que escribimos, o decimos, todo lo que mostramos digitalmente termina siendo absorbido por estos ingenios de AI sin que lo sepamos y sin que nos paguen por eso. Como señala el Wall Street Journal estamos ante una gigantesca usurpación de la propiedad intelectual sin que medie ningún tipo de compensación.

Los usuarios tal vez no cobraremos nunca, pero los sitios y redes como Twitter ya están cobrando a los ChatBots por acceder a sus datos. También medios de comunicación, periódicos, emisoras de radio y TV que se distribuyen en la red están considerando cobrar a esas máquinas que puncionan en sus contenidos y extraen todo el jugo para perfeccionar aún más sus modelos lingüísticos. 

Cobrar por beneficiarse de la información tal vez sí, pero denunciarles por robo, casi imposible. El problema legal es que a los Chatbots no se les puede acusar de plagio, porque en realidad, copian y a partir de ahí generan lenguaje diferente a la fuente copiada. O sea, hacen lo que los creadores de contenido cultural hicieron siempre: recopilar para luego transformar; y ese proceso es el primer paso para aprender y crear. El músico Franz Liszt recorría la campiña húngara para escuchar el folclore de los pueblos y componer sus melodías. Benito Pérez Galdós viajaba por los pueblos de España para escuchar a los aldeanos sobre la invasión francesa y escribir los libros. Oswaldo Guayasamín, replicaba a Picasso en sus trabajos pictóricos antes de desarrollar un estilo propio. Etc, etc. 

No pretendo comparar una máquina a los genios de la humanidad, solo trato de explicar el mecanismo por el cual los ChatBots absorben y luego transforman esa información que elaboramos y publicamos gratuitamente, incluyéndome a mí, porque queremos que nos vean y escuchen y nos suban en el ranking en Google. 

Yo creo que ya es muy tarde para impedir que la inteligencia artificial penetre en esa gigantesca mina de datos que es la Web. Cerrarle el paso sería como ponerle puertas al campo. Pero sí sería justo que ese gran negocio en el que se está convirtiendo, revierta de una u otra forma a los creadores de contenido, mientras se garantiza la privacidad de todos.

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